Por Shelmmy Carvajal

En plena Avenida La Florida el ruido de los autos no alcanza a acallar los ladridos del refugio de Jorge Ayuda al Callejero. A quien entra, los huéspedes le dan la bienvenida moviendo la cola. “Les gusta recibir visitas”, saluda Jorge Albornoz (33) con una voz tajante que contrasta con los mimos hacia Miller y Canela “¿Cómo están las perritas lindas?”. Con una barba azabache bien cuidada y que combina con su cabello, este amante de los canes explica que hoy su destino está a la suerte del mejor postor. Hace años que viven ahí gracias a la buena voluntad de los antiguos propietarios, pero ahora el sitio de tres mil metros cuadrados está a la venta. Morón, el huésped con más antigüedad, lleva un año y medio corriendo sobre las mismas piedras. Un año y medio también esperando encontrar una familia.

Caniles improvisados con palets, plantas en cajas de madera y retratos de canes son el decorado del sitio. Sol, Miller, Canela, Morón, Bruno, Rex y Mack ocupan el improvisado refugio. Jorge no puede rescatar más hasta que encuentre un nuevo espacio, así que por ahora se las arregla para llenar con agua y comida los siete platos. Es irónico verlo en esa rutina, pensando en el terror y rechazo que le causaban los perros hasta hace solo cuatro años.

A las 5 de la madrugada comienza el día de Jorge, en su rutina reparte sus tiempos entre el trabajo, el refugio y su vida personal. Se ha vuelto un malabarista. A las 14:00, en su hora de colación, aprovecha los diez minutos que tarda en ir a su casa para almorzar y ver a los perros que jadean al encontrarse con su rescatista. Antes de serlo, el amante de estos animales pasaba su tiempo cantando rap hasta que descubrió “algo que me llena el corazón y necesita todo mi tiempo”, dice.

Ricardo Rozas, amigo y colaborador veterinario de Jorge Ayuda al Callejero, recuerda que se conocieron por medio de su papá, vecino del refugio. En las publicaciones de la cuenta de Instagram (@Jorgeayudaalcallejero) se ve a Negrito, el primer perro muy malherido. Desde ese día, el veterinario Rozas ha sido crucial para la recuperación de los refugiados. “Uno piensa que necesita mucho para hacer las cosas, pero por esas casualidades él tenía un perro casi moribundo y yo era el vecino veterinario”, agrega el profesional al recordar cómo se conocieron

Buscando una nueva vida

Para Jorge, rescatar a los perros es fácil. El camino que viene después es el más complejo: encontrarles una familia. “Todos me llaman y dicen ‘ay qué pobrecito, tengo un perro en la esquina de mi casa abandonado’”, agrega con voz irritada. En su rostro se puede ver el enojo al hablar sobre los adoptantes y la falta de compromiso con el cuidado de los animales. Sin embargo, su cara cambia abruptamente y con una sonrisa destaca que “igual todos nuestros adoptantes son buscados con pinza, no se van con cualquiera. El Negrito anda viajando por la playa. Esa es la vida que merecen”.

La búsqueda de un lugar definitivo no es solo para los canes, él también busca más, otra cosa, algo diferente y permanente. Su trabajo de guardia los siete días de la semana lo agota. Lleva un mes con licencia por estrés. A Jorge le faltan horas para hacer malabares con el tiempo. Su pareja, Laura Castro, dice que esto le pasa la cuenta: “Nos falta siempre para todo, pero debemos acomodarnos. Nos apoyamos mutuamente en el tema emocional, lloramos y reímos”. Van a cumplir 16 años juntos y él sigue presentándola como su polola.

Cuando habla de su trabajo de guardia, el salvavidas canino lo hace desde la lejanía: “A los jefes no les importa, yo no quiero trabajar siempre en esto”. Su meta es vivir con algo relacionado al rescate, desde una fundación o a ser paseador y adiestrador de perros. Quiere dedicar su vida a esto.

“Me gustaría tener un lugar donde la señora, que no puede pagar un corte para su perro, vaya a mi centro y encuentre jornadas de peluquería o el vecino que el perro ladra toda la noche, que venga y le enseñe adiestramiento. A los niños, enseñarles cómo tratar a los animales para que ellos después corrijan a sus papás (…) Hay tantos terrenos abandonados en sectores peligrosos que se pueden ocupar para generar lazos con el barrio, con la gente y todo en torno a los perros. Con educación no hay abandono”.

El centro de sus sueños parece una maqueta lejana, una idea a medio hacer. Jorge no tiene los requisitos legales para empezar a concretar esto, por ejemplo una personalidad jurídica que lo constituya como una fundación. Sabe que esta es su desventaja, pero no lo detiene. “Tengo una reunión con una concejala de La Florida, le voy a presentar el proyecto para que diga que es de ella, a mí no me importa si dicen que la idea es mía, yo quiero que se haga realidad”, agrega mientras limpia los platos de los perros.

El rescatista solitario

La primera donación que tuvo hace años fue un saco de comida, Matias Petser, ahora su íntimo amigo, fue el primer donante de Jorge. “Sin ese saco no hubiera podido continuar, no tenía ni uno”, comenta al recordar sus inicios. Su amigo lo describe como alguien “terco, pero en el buen sentido. Si quiere hacer algo, lo hace”. Su paso por la música es un ejemplo de esto.

Al parecer le gusta trabajar solo, tiene ayuda de todas partes, pero solo es él: Jorge ayudando al callejero. No hay nadie más. Alza la voz al hablar de los voluntarios, a pesar del poco tiempo que maneja tiene sentimientos encontrados con ellos “porque vienen un día y eso no sirve. Para eso lo hago solo”. No hace convocatorias y en las jornadas de adopción se las arregla como puede, su pareja, amigos y los colaboradores de siempre lo ayudan (que no son pocos), pero en el día a día cuando hay que limpiar y recoger desechos, solo está él. Irónicamente lo prefiere así.

El terreno es grande, se pasea de un lugar a otro hablando a viva voz mientras entrega mimos a su paso y recibe lengüetazos a cambio. Los perros lo adoran, lo siguen y obedecen. Son perros bien portados, no saltan a la comida, en cambio esperan pacientemente las instrucciones para comer “ahora”, y todos se sirven al mismo tiempo como si de una cena familiar se tratara.

Ha participado en más de 50 jornadas de adopción, algunas no tan buenas como otras, pero siempre con un perro esperando hogar. “A veces no solo se llora por pena, sino de alegría porque un rescatado encuentra su hogar”, se emociona al mostrar las fotos de los casos más extremos: un perro con todo su cuerpo ensangrentado por la sarna, Canela con una fractura de cadera y Negro en la desnutrición. Sonríe porque la mayoría ya tienen hogar, uno bueno.

A dos cuadras del refugio está la Veterinaria Zona Pet, fiel colega del rescatista. “Los perros llegan en muy malas condiciones, son meses y meses de tratamientos estrictos que Jorge cumple al pie de la letra y se recuperan de a poquito con amor”, comentan desde la veterinaria, ahí llegan los casos más graves, como lo es el de Mack, un perro café aislado de los demás, con su casa al final del terreno para no contagiar a los otros. Se pone un traje blanco (para no contagiar a los rescatados sanos) con el que parece astronauta y comienza su última tarea en la lista de la pizarra que cuelga en una pared improvisada con pedazos de madera: “Alimentar a Mack y darle su medicamento”. Lo recibe con una cola que se mueve de un lado al otro, está feliz de verlo, ambos están felices de tenerse.

Rellena su plato, se acuesta en el suelo y lo acaricia. Limpia el lugar y cambia su agua. El peludo tiene su piel rota y su cara con heridas profundas. El cuidado de Jorge, lo alegra. “Hay esperanza, siempre la hay”, da los mimos finales y se despide con una mirada enternecedora. Es la primera semana de diciembre y el perro malherido de hace un tiempo, está sano y en busca de una familia. Parece un animal diferente, con el pelaje abundante y las patas que antes no se sostenían en pie más de un minuto, ahora tienen la fuerza para correr. Jorge ayudó a Mack el callejero.

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